LA CHORRERA DE SAN MAMES
Lineal, ida y vuelta, 8 km, 3 horas , 200/300 m. , media / baja
Un arroyo del valle del Lozoya se desmelena en una imponente cascada durante el deshielo .
San Mamés tiene su acceso más rápido por la carretera de Burgos (N-I) hasta Buitrago de Lozoya, para luego desviarse a la izquierda por la M-634 hacia Villavieja del Lozoya.
Muy recomendable durante el deshielo, cuando el caudal del Chorro es grande, y en verano, pudiendo aprovecharse las piletas que forma la cascada para darse un chapuzón
Aunque basta seguir el arroyo del Chorro por su margen izquierda.
Érase una vez un pueblo tan chiquitín, tan chiquitín, que cuando se celebraban elecciones municipales salían elegidos todos sus vecinos. No es un chiste de Barrio Sésamo, ni la enésima parida de los imitadores de Gloria Fuertes, sino la definición de concejo abierto: una localidad de censo tan exiguo que todos sus habitantes son legalmente concejales. Navarredonda, que frisa las cien almas, lo es. Imagínense, pues, lo canijísima (y lo hermosísima) que debe de ser una pedanía de un concejo abierto como Navarredonda. Imagínense San Mamés.
Asentado en la ladera del Reajo Alto, a casi 1.200 metros y cercado de rebollares, San Mamés vive en la gloria, del ganado y contra los elementos. Casas macizas, de sillares inamovibles y con más contraventanas que el castillo de Drácula protegen a estas pocas gentes felices de las celliscas que azotan el valle del Lozoya. La iglesia, con detalles románicos, pasa por ser el único monumento entre tanta arquitectura de batalla. Pero puestos a elegir un monumento, ninguno como el potro de herrar que permanece erguido sobre ciclópeos pilares en un patio a la entrada del pueblo. A juzgar por sus dimensiones, por él han desfilado reses del tamaño de submarinos.
De la prosapia ganadera de San Mamés da cuenta la infinidad de vacas que deambulan por sus cañadas: vacas de todas las razas y hechuras, incluidas las negras avileñas –¡el terror de los domingueros, que no saben distinguir una de éstas del que mató a Manolete!–; vacas, ovejas y, esto sí que es noticia, legiones de cabras.
Hace un siglo, no hubiera tenido nada de extraño toparse con estas barbudas por la sierra. Es más, entonces eran una plaga: "El pinar del Guadarrama es claro y desigual", observaba don Máximo Laguna en 1862, "no contribuyendo poco a su mal estado las numerosas cabras que lo aprovechan". "Si algún tierno pinito llega a nacer al pie de los viejos", añadía este maestro de forestales, "hay para cada uno cien cabras deseosas de comérselo, ¡cuando una sola bastaría para destruir cien docenas de aquéllos!". Topónimos como el del cercano pico de Peñacabra evocan aquellos días de imperio cabrón, del que hoy apenas queda constancia en San Mamés.
De hecho, el excursionista que remonte el arroyo del Chorro por la calle del Río y luego por su prolongación, entre cercas de piedra y portentosos melojos, no tardará ni un cuarto de hora en descubrir una explotación caprina. Pero como no habrá venido hasta el finisterre de Madrid para contemplar cabras, por muy pintorescas que sean, proseguirá su andadura ladera arriba, ahora por pista de refulgente micaesquisto, hasta ingresar en el pinar de repoblación que tapiza estos Montes Carpetanos sobre los 1.400 metros.
Antes de sumergirse en este bosque de pino silvestre, el caminante se volverá para admirar la dilatada embocadura del valle del Lozoya; para admirar cómo el arroyo del Chorro porfía bravamente a sus pies, parte en dos el caserío de San Mamés y vierte sus aguas en el embalse de Riosequillo, donde se espejan el cerro de El Cuadrón, la mole de Mondalindo y los riscos de La Cabrera.
La misma pista que hasta aquí le ha traído –siempre hacia el noroeste y por la margen izquierda del arroyo–, le permitirá tomar, tras breve paseo por el pinar, el sendero que surge de frente en la primera revuelta a manderecha. Helechos, brezos, juncos, poleo, retamas, rosas y enebros asoman en los húmidos claros que la arboleda va mostrando a medida que la trocha se adentra en la garganta del Chorro. Dos pasos más adelante, se desvanece el pinar y el excursionista queda solo y estupefacto frente a la gran cascada.
La Chorrera, que así se llama, es un tobogán para dinosaurios de veinte metros de altura. En primavera, el agua del deshielo brinca aquí desbocada y se desmelena en un trueno de vapor que anula todos los sentidos. La naturaleza, acaso para compensar, ha erigido el mayor de sus monumentos en el pueblo más pequeño del valle.
Andrés Campos.
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